Un acto político es un acto interesante.

 

Un acto político es un acto interesante.

 


                                    “Cualquier déspota puede obligar a sus esclavos a cantar himnos a la libertad.”

Mariano Moreno, en La Gazeta de Buenos Aires, 8 de diciembre de 1810.

 

 

Escribo esto un 25 de mayo. En Misiones. Los trabajadores de la educación, los trabajadores de la salud, y hasta los policías están en la calle. Un amigo en la ruta me envía un mensaje con la célebre frase de Moreno: “si los pueblos no se ilustran, si no se divulgan sus derechos, si cada hombre no conoce lo que puede, vale y debe, nuevas ilusiones sucederán a las antiguas y será tal vez nuestra suerte cambiar de tiranos sin destruir la tiranía”. Encuentro muy difícil que se pueda escribir algo mejor, en muchas maneras Moreno es insuperable. Tengo curiosidad al respecto. Voy directo a leer pasajes, apuntes en fotocopias, recortes revolucionarios. Encuentro las reflexiones de Belgrano, sobre la causa de la desigualdad de las fortunas y sobre la importancia de las ideas religiosas para mantener el orden público, una famosa publicación en La Gazeta de Buenos Aires, del 1 de septiembre de 1813. El planteo de Belgrano es escandalosamente actual, podríamos resumirlo así: de Derecho somos todos iguales ante la ley, de hecho las cárceles están llenas de pobres.

Dice Belgrano:

“La indigencia en medio de las sociedades políticas deriva de las leyes de propiedad; leyes inherentes al orden público, leyes que fueron el origen de esas mismas sociedades, y que son hoy la causa fecunda del trabajo, y de los progresos de la industria. Pero de esas leyes resulta, que en medio del aumento y decadencia sucesiva de todas las propiedades, y de las variaciones continuas de fortuna, que han sido un efecto necesario de aquellas vicisitudes, se han elevado entre los hombres dos clases muy distintas; la una, dispone de los frutos de la tierra; la otra, es llamada solamente a ayudar por su trabajo a la reproducción anual de estos frutos y riquezas, o a desplegar su industria para ofrecer a sus propietarios comodidades, y objetos de lujo en cambio de lo que les sobra. Estos contratos universales, estas transacciones de todos los instantes, componen el movimiento social, y las leyes de la justicia no lo dejan degenerar en enemistades, en guerra, y confusión. Una de las consecuencias inevitables de estas relaciones entre los diversos habitantes de la tierra es, que en medio de la circulación general de los trabajos, y las producciones de los bienes, y de los placeres, existe una lucha continua entre diversos contratantes: pero como ellos no son de una fuerza igual, los unos se someten invariablemente a las Leyes impuestas por los otros.”

Belgrano pone en cuestión la legitimidad del Derecho público liberal. ¿Quiénes hacen las leyes? ¿Los justos o los que pueden? Si, siguiendo a Belgrano, éstas no son más que la materialización de relaciones históricas de poder, la participación en ellas nos involucra y nos compromete a todos.

Trazar una genealogía histórica de las palabras, en ocasiones, nos da indicios para pensar el presente. Los términos dejan rastros, a veces difíciles de esclarecer, la etimología del término “Idiota” es un buen ejemplo de ello. “Idiota” es un concepto ético/político, que surge en la Antigua Grecia y designa una conducta ético/política de vivir y de pensar la vinculación de los ciudadanos (polítes) con el mundo, con la naturaleza y con los demás ciudadanos.

El idiota (ιδιοκτήτης, idiōtēs) era aquel que no se ocupaba de la comunidad sino solo de sus intereses privados. No se trata tanto de una falta de inteligencia, sino más bien de una orientación de la inteligencia, tal y como funciona la banalidad del mal, en la exacta medida en que los intelectuales pueden tener una manera muy particular de ser estúpidos. El idiota es entonces aquel que teme o recela de la cosa pública, la evita y se aleja de ella para dedicarse a sí mismo, para ocuparse exclusivamente de lo propio y no de lo común. Para los griegos, fundadores del ideal demócrata de la participación ciudadana en la razón pública y de la reflexión filosófica acerca de la vida y de la existencia en sociedad, enfatizar y acrecentar la propiedad privada en desmedro de y a costa de la destrucción de la comunidad sería el principio de la idiotez.

En otras palabras, cualquiera que se interese únicamente por lo propio, descuidando lo común, es en principio un idiota.

Eso es exactamente lo que vemos ahora, idiotas gobernando para idiotas. Estamos viviendo la época del infantilismo de la razón, esto es: su ejercicio privado y no público.

Vivimos en una época idiota, en la que se ha puesto de moda contemplar a bufones que trabajan todo el día delante de un micrófono para divertir a fascistas y cortesanos; al tiempo que se denosta lo “político” continuamente, como algo negativo, perverso, maligno.

Se subsume continuamente lo “político” a lo “partidario”, y este reduccionismo no es inocente, conviene, simplifica, calibra el combate, lo pone en la órbita de lo conocido.

Convertir un acto político en un acto meramente partidario invita a desconocer lo que implica lo político, un acto político es un acto interesante porque conlleva el peligro de pensar lo que hay detrás de los actos, lo que se desea y lo que se reprime y lo que la comodidad de la costumbre a enseñado a olvidar.

Se banaliza todos los días la praxis política cotidiana, ésa práctica que implica la responsabilidad de pensar lo “político” como un horizonte de posibilidad y de cambio, de transformación del mundo en fin; como si alguna persona pudiera escapar o estar excenta de lo “político”, como si acaso no toda interacción humana esté siempre ya mediada por algún tipo de ideación política, consciente o inconsciente, aprendida, reflexionada, disputada, discutida, o escuchada y repetida y asimilada y encarnizada e indistinguible.

Se le tiene terror a lo "político", a lo "ideológico", porque se le tiene terror al pensamiento y a las ideas y a la posibilidad de una desautorización y de un cuestionamiento de la apropiación de la palabra y de su sentido, que lógicamente involucra personas que piensan detrás de las palabras y de los sentidos y que pueden, eventualmente, pensarse a sí mismas y a los demás, pensando, invocando palabras para pensar en conjunto.

Como todo poder incuba un contra-poder, toda fuerza incuba un temor. Lo político siempre es más peligroso que lo partidario, porque puede ir más hondo y más lejos. La clase dominante le tiene terror al conflicto moral e irrenunciable que todo razonamiento político implica, al asunto de que nadie nunca piensa sólo, de que todo razonamiento está siempre ya mediado por un diálogo con los otros, con sus razonamientos y con sus costumbres y con todo el derrotero de los preconceptos en el que estamos todos, sumergidos o aprendiendo a nadar. La clase dominante le tiene terror al razonamiento político porque pensar lo político es pensar una convivencia y un lugar común, a compartir o a disputar. La clase dominante le tiene terror al razonamiento político porque ha puesto todo su esfuerzo en configurar su identidad de clase a base de cosificar la historia, recreando una historia muerta en la que la cima no es más que el lugar que ocupan, haciendo creer a los otros, con quienes cohabitan, que el orden soberano de las cosas, que la lógica a partir de la que se distribuye el pan y el saber y el derecho y el poder, es natural e irremediablemente así, tal y como está. Dando a entender que la cima de la historia muerta que ambicionan y sobre la que siempre están tratando de aposentarse, es todo a lo que se podría llegar a aspirar o, incluso, que no nos es posible a los demás imaginar siquiera otra cima o ninguna, otro llano, otro valle, otra convivencia, otra manera de vivir y de morir, más allá de la cosificación ambiente.

Ése conflicto que tanto asusta, hoy y siempre, al poder económico dominante, es indispensable para cualquier posibilidad de ideación “libertaria” (en el sentido clásico, no en la pantomima de turno). Estamos en una época confusa, toda polisemia de los conceptos acarrea dificultades para distinguir entre nombres y formas, rótulos y contenidos. Los “libertarios” que gobiernan en el país son todo menos embajadores de la Libertad. Basta con leer el famoso capítulo XIII de Hobbes para advertirlo. El gobierno no quiere Libertad, lo que quiere es control y seguridad, acumulación por desposesión. Libertad es una categoría hermosa e inaprehensible, incapturable, incapaz de ser reducida a ninguna lógica mercantil. No podemos llevar la libertad en los bolsillos.

En esta época tan funesta para el pensamiento analítico, disputado, profundo; que involucra, necesariamente, a los demás; que nos obliga a abandonar nuestra mi-mismidad insuficiente, a ponernos “en jaque” para contraponer criterios y fundar algo parecido a un diálogo razonable, tenemos que cuidar de los espacios comunes, que son de todos. Aún cuando lo que nos junte, en primera instancia, sea la diferencia o el desacuerdo, un espacio común para diferir y desacordar en pie de igualdad es un espacio para crecer, incluso en el disenso podemos reconocer una experiencia común, activa, de razonamiento conjunto. Podríamos decir que la comunión en el conflicto nos impele a verlo como un evento dispar, para prestar atención, para participar conscientemente de la historia.

En este sentido, la pregunta que se hace Gramsci, estando preso, encarcelado por el fascismo italiano, en “Los cuadernos de la cárcel”, hoy es más vigente que nunca:

“¿Es preferible “pensar” sin tener consciencia crítica de ello, de manera dispersa y ocasional, esto es, “participar” de una concepción del mundo “impuesta” mecánicamente por el ambiente externo, o sea, por uno de tantos grupos sociales en los que uno queda automáticamente integrado desde el momento de su entrada en el mundo consciente (y que puede ser el pueblo o la provincia de uno, puede tener su origen en la parroquia o en la “actividad intelectual” del cura o del viejo patriarca cuya “sabiduría” pasa por ley, o en el intelectualillo avinagrado por su propia estolidez e impotencia para actuar), o es preferible elaborar la propia concepción del mundo de manera consciente y crítica y, por ende, en función de ése esfuerzo del propio cerebro, escoger la propia esfera de actividad, participar activamente en la producción de la historia del mundo, ser guía de uno mismo y no aceptar ya pasiva e inadvertidamente el moldeamiento de la propia personalidad?”

En la actualidad, la debacle cultural que encarnan los procesos de desarme de la comunidad, encabezados por la clase dominante y garantizados por el gobierno a través de políticas de Estado, tienen raíces harto más profundas que la mera catástrofe económica.

Válganos un ejemplo, la manifestación de los estudiantes, de hace un mes, en contra del gobierno y de sus medidas, defiende ante todo un espacio, una zona “común” para el conflicto político, ético, moral. Frente a políticas que atentan directamente contra la educación, contra las artes y contra la cultura y, como diría Calvino, no lo hacen por dinero, porque falten recursos o porque su costo sea excesivo, sino porque los gobernantes tienen mucho que perder con la difusión del saber, los estudiantes defienden un lugar, un espacio como pocos, como casi no quedan, que irrita al poder económico, un espacio molesto, incómodo, porque está más allá de su alcance, porque no se lo pueden apropiar, porque ahí germina el razonamiento, ése conflicto incontrolable y creativo que, como diría Sartre, nos exhorta a pensar lo que somos y lo que hacemos con lo que somos.

Como dice María Sonia Cristoff en un artículo reciente, en el que propone pensar más que nunca en esas otras funciones que cumplen las escuelas y las universidades, otras funciones que no tienen que ver meramente con la producción de títulos y la eficacia de las carreras que dictan, sino con una apertura y con un alojamiento del diálogo y de la diferencia y de las personas, de la posibilidad en fin, de algo parecido a una democracia real, con una construcción de comunidad y de un federalismo: “Expandir y democratizar y construir comunidad: es ese el punto”.

En el mismo tono podemos analizar las manifestaciones “políticas” de los trabajadores de la educación en la provincia de Misiones. El reclamo, de largo aliento, tiene una trayectoria de más de veinte años, se ha recrudecido a fuerza de la recesión inflacionaria y de la crisis económica con caída a pique del salario real, se centra en una recomposición salarial histórica y en la obtención de un “salario digno”; pero, a su vez, la lucha salarial deja entrever o pone sobre la mesa un sinnúmero de preocupaciones y luchas históricas, culturales, político-económicas, que confluyen en la posibilidad de una educación “digna”, partiendo de que se pone en jaque la discusión no sólo de un aumento salarial, sino también la cuestión de qué lugar ocupa la escuela en la sociedad, qué lugar ocupa el docente, qué lugar la educación en general, en medio del continuo avance y expoliación del capital en el terreno de las “dignidades” humanas. Ocurre lo siguiente: la manifestación de los trabajadores pone en cuestión el lugar que tienen los propios trabajadores para discutir y participar activamente en el gobierno, no sólo de sus propias vidas, como empleados de sí mismos, sino como efectivos actores que participan en una creación conjunta de comunidad. Para ser más preciso, un trabajador de la educación que alza la voz y molesta (porque un trabajador que alza la voz molesta), en reclamo de un salario “digno”, alza también la voz (aún cuando el trabajador no lo sepa o no se ocupe en ello) en reclamo de una democratización real de la educación, esto es, en reclamo de su “dignidad”, de una educación que esté al servicio de la gente y no al servicio del capital, de una educación que se haga cargo de su dirección y de su sentido.

Discutir el modelo educativo convoca a discutir el modelo de sociedad y por ende, a preguntarnos cómo queremos vivir y qué estamos dispuestos a tolerar. Todas ellas, preguntas políticas e ideológicas, pese a quién le pese, de las que ningún actor puede desentenderse, menos que menos aquellos que ganan elecciones y tienen a su cargo la responsabilidad de tomar decisiones en materia de políticas públicas.

Discutir el modelo educativo implica discutir el modelo y el discurso vigente. El discurso neoliberal, en este caso, no es un discurso como los otros. A la manera del discurso psiquiátrico en el asilo, de acuerdo con Erving Goffman, este es un discurso en apariencia duro e inflexible, pero no es tan duro ni tan inflexible y difícil de combatir sino porque tiene para sí todas las fuerzas de un mundo de relaciones de fuerza que contribuyen a hacerlo como es, sobre todo orientando las elecciones económicas de quienes dominan las relaciones económicas y agregando así su propia fuerza, propiamente simbólica, a esas relaciones de fuerza. Es un discurso nacido en el seno de la clase dominante, que responde a sus intereses de clase y que, en nombre de un programa “científico” de conocimiento, convertido en programa político de acción, cumple el inmenso trabajo político de destrucción metódica de lo común, logrando la atomización de los trabajadores devenidos en “individuos” e instalando la ilusión de que tanto la economía, como la política, la cultura y la educación, son asuntos separados. Haciendo del conjunto de la sociedad una especie de rompecabezas siempre inacabado, pulverizada en fragmentos particularísimos a analizar sólo esporádicamente, consiguen ocultar lo esencial, la fragmentación y la participación en un conflicto compartido, de clase. Cada individuo podrá entonces pelear y elegir entre sus sucesivas y laberínticas experiencias peculiares y distintivas, más no podrá advertir las peleas y las elecciones y las experiencias conjuntas, que ligan profundamente su propia historia con la de los demás, que lo hacen protagonista de una historia común.

Inmerso en el modelo vigente, el “individuo” se educa y encarna el discurso que lo somete y que lo mantiene en un papel secundario respecto de su propia historia, es más, abraza su nueva identidad como a una máscara de hierro o de huacón, y emerge con una condición política “nueva” y “mejor”, sin advertir su impotencia, ve restringida su actividad a una elección “burocrática”, cada dos o cuatro años.

Toda lucha de los trabajadores es una lucha política que, en busca de dignidad se dignifica a sí misma con cada embate, e invita a discutir los modelos establecidos. Tiene una potencia inusitada, que llama a cuestionar la hipocresía y la legitimidad del orden, de quienes sí se sientan en la mesa de decisiones, en la que nunca falta el pan ni el saber ni el derecho ni el poder, para “representar” debidamente la voluntad del pueblo, que paradójicamente está en la calle, discutiendo, molestando, afónico, “haciendo más difícil la cosa”, estorbando la comodidad y el entretenimiento de los gobernantes, que no tienen tiempo o ganas de hacer lo que se considera que es su trabajo.

Puesto que en el terreno de lo político impera la ley de la física según la cual no se pueden dejar espacios vacíos sin que sean ocupados, la indiferencia política implica la decisión de que la elección respecto a nuestro lugar en la historia y su sentido la tome alguien más. Es preciso amigarse con la condición política de nuestra existencia, aunque sea solamente a razón de no convertirse en idiota. Renegar de la política es renegar de la participación en la propia historia. Dado que es una participación irrenunciable, convendría tomársela en serio, porque acá en este mundo que nos golpea y se nos escapa, se es político, aunque no se quiera y aunque nadie te lo pregunte, aún después de muerto.

 

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