Escuela de robinsones

 

Escuela de robinsones

 

 

En una entrevista reciente, el primer presidente libertario de la historia, tal vez el primer presidente arquero, pero no el primer presidente manco, al menos hasta que cumpla con su promesa, declaró que su mamá debería ganar una menor jubilación que su papá, o haber recibido sólo una “asistencia” por haber sido ama de casa. En sus palabras: “mi mamá no trabajó y mi papá sí”. Estas declaraciones, ni aisladas ni desafortunadas, forman parte de un síntoma de época, difícil de definir, y me hicieron recordar un libro genial de Katrine Marçal, titulado: “¿Quién le hacía la cena a Adam Smith?”.

Katrine Marçal descubre al personaje de Margaret Douglas. “Una mujer de edad avanzada y aspecto adusto, vestida casi enteramente de negro, está sentada en un butacón rojo en la esquina de una habitación, con la mano derecha apoyada en un libro que parece haber acabado de cerrar.” Retratada a los ochenta y cuatro años por Conrad Metz. Nació en septiembre de 1694, siendo la quinta hija de una familia noble escocesa. Su padre, Robert Douglas, era un hombre importante, diputado en el Parlamento escocés. Se casó con Adam Smith padre a los veintiséis años, en 1721, en 1723 su marido falleció, seis meses antes de que naciera su hijo: Adam. Margaret Douglas nunca se volvió a casar. Viuda a los veintiocho, su hijo va a heredar las propiedades de su padre cuando cumpla dos años. “Ella solo puede aspirar a un tercio de la herencia. A partir de ese momento, va a depender económicamente de su vástago. Pero él también va a depender de ella hasta su muerte.”

Adam Smith nunca se casó, vivió la mayor parte de su vida con su madre, que se encargaba de la casa junto a una de sus primas, Janet Douglas (aún más desconocida). “En 1788, cuando Janet Douglas yace en su lecho de muerte, Adam Smith escribe una carta a un amigo en la que dice: ‘Sin ella me voy a convertir en uno de los hombres más desvalidos y desamparados de Escocia’.”

Cuando Smith ocupó el puesto de director de aduanas en Edimburgo, su madre se mudó a vivir con él. Toda su vida se dedicó a cuidar de su hijo. Sin embargo, a la hora de responder a la pregunta de cómo llegamos a tener nuestra comida en la mesa, ella es la parte que Adam Smith no tuvo en cuenta.

¿Cómo llegamos a tener nuestra comida en la mesa? Es la pregunta, fundamental de la economía, y el punto de partida para Adam Smith en “La riqueza de las naciones” (1776). De ésta pregunta también parte Katrine Marçal para desarrollar una serie de prejuicios y sobreentendidos por parte de la economía liberal que, sin embargo, terminaron por servir de fundamento organizativo para nuestra sociedad (hasta la actualidad). Así, destrona la concepción económica de Adam Smith, comenzando con su famosa tesis de la suma confianza en el interés particular y egoísta de todo individuo como garantía del bienestar general: “no de la benevolencia del carnicero, del cervecero y del panadero, sino de sus miras al interés propio, es de quien esperamos y debemos esperar nuestro alimento”. Para Smith, la fuerza impulsora de la economía, que hace girar al mundo, es el interés propio, es en lo único que se puede confiar de verdad, dado que es un bien inagotable. Smith inventó el fantástico cuento de por qué el libre mercado es la mejor manera de crear una economía eficaz. Su razonamiento era el siguiente: si todos y cada uno de nosotros perseguimos nuestro propio interés, el conjunto de la población podrá tener acceso a todos los bienes que necesita; el interés individual hará que todo el conjunto funcione y sin que nadie tenga que pensar siquiera en el conjunto.

Siguiendo el método científico de Newton, que consistía en dividir un todo en pedazos, hasta desintegrarlo, para estudiar la pieza básica o el componente último, y así entender el resto, el plan de Smith era entender la economía – que debía funcionar naturalmente, dado que el mundo tenía la lógica de un reloj – desmontándola y hallando al final del proceso la unidad, el individuo. De tal manera que si comprendemos al individuo podemos comprender todo lo demás, la sociedad es sólo una suma de estas partículas egoístas y predecibles.

Toda la economía moderna se construyó sobre esta base esencialista del Derecho liberal que tiene como centro a un individuo que actúa siempre, naturalmente, para obtener el máximo beneficio personal. Este principio rector cohesiona la sociedad como una “mano invisible” (término acuñado por Adam Smith y popularizado por sus sucesores).

Dice Katrine Marçal: “En la época en la que Adam Smith escribió sus teorías, para que el carnicero, el panadero y el cervecero pudieran ir a trabajar, era condición sine qua non que sus esposas, madres o hermanas dedicaran hora tras hora y día tras día al cuidado de los niños, la limpieza del hogar, preparar la comida, lavar la ropa, servir de paño de lágrimas y discutir con los vecinos. Se mire por donde se mire, el mercado se basa siempre en otro tipo de economía, sin embargo, […] parir niños, criarlos, cultivar el huerto, hacerles la comida a los hermanos, ordeñar la vaca de la familia, coserles la ropa o cuidar de Adam Smith para que pueda escribir La riqueza de las naciones; nada de esto se considera ‘trabajo productivo’ en los modelos económicos liberales.”

Fuera del alcance de la mano invisible se encuentra el sexo invisible. Así como hay un “segundo sexo” hay también una “segunda economía”. Si Adam Smith tenía comida en su mesa, no se debía solamente al interés egoísta de los comerciantes, sino también a que su madre se encargaba de ponérsela en la mesa todos los días.

Marçal considera que, como niños, la mayoría de los economistas liberales están obsesionados con el héroe de Daniel Defoe, y se pregunta de qué manera Robinson Crusoe, un hombre blanco racista, que vive sólo en una isla durante veintiséis años antes de hacerse amigo de un salvaje, puede revelarnos algo acerca de las economías modernas.

Robinson Crusoe es el mayor exponente del “homo economicus” que defienden los economistas liberales. Náufrago en una isla desierta, libre de leyes y códigos sociales, actúa sólo y exclusivamente movido por su interés propio; en su isla, el impulso motriz de la economía se halla aislado de todo lo demás.

Sigue Marçal: “Se supone que en el mercado todos nos mantenemos en el anonimato. Por eso el mercado puede hacernos libres. No importa quién seas; las características personales y los vínculos emocionales no tienen cabida. Lo único que importa es la capacidad de pago. Las elecciones que las personas hacemos son libres e independientes, y, como islas solitarias en medio de un océano vacío, carecemos de pasado y de contexto.”

En la novela, Crusoe es hijo de un comerciante inglés de clase media. Estudia derecho y se aburre. Se embarca rumbo a África. Después de varios viajes, termina en Brasil. Crea allí lo que acabará convirtiéndose en una próspera plantación. Se hace rico, pero quiere ser más rico, así que vuelve a África en un barco negrero. Naufraga y termina en una isla casi desierta. Pasa muchos años aislado, acompañado sólo de un par de animales. Calcula lógicamente la utilidad de cualquier situación. Se siente feliz, libre de otras personas. En sus diarios escribe que tiene el poder de hacer lo que le venga en gana; puede proclamarse rey o emperador de toda la isla. Centra sus energías en la propiedad y en el control. Tiene toda una isla que conquistar y la naturaleza está ahí (¡Gratis!).

Pero esta pequeña sociedad unipersonal no se construye solo con el ingenio de su único miembro. Vuelve hasta trece veces al barco naufragado a buscar materiales y herramientas (hechas por otras personas que no aparecen). Se encuentra con un nativo, al cual bautiza (¡cuál mesías!) con el nombre del día de la semana en que lo encontró (¡Viernes!). Ambos pasan tres años juntos. Finalmente, (¡son rescatados!) y viajan de regreso a Europa. Cuando llegan a Lisboa, Robinson descubre que se ha vuelto millonario, la plantación de Brasil, (¡gestionada por sus empleados!) ha cosechado grandes beneficios durante los años en que ha estado desaparecido. Vende su plantación, se casa, tiene tres hijos y enviuda, luego vuelve al mar, a otra aventura.

Crusoe, en ésa isla semibaldía, es más inglés que el rey Jorge, lleva su pasado y sus costumbres en la sangre y a todo lo que toca y a todo lo que nombra le adjudica su color, partiendo de que, pudiendo imaginarse otra manera de vivir y de organizar su vida, ordena el tiempo y los días tal y como aprendió en el York de sus padres.

La idealización de Crusoe, aislado como una hoja en blanco, se convirtió en el objeto de estudio - aunque imaginario - perfecto para que los economistas liberales puedan, por fin, analizar al ser humano, libre de todo entorno, sin historia y sin pasado. Dado que precisan aislar una sola variable dentro de un modelo económico que abarca variables múltiples, necesitan simplificar al mundo para poder hacer predicciones. En todas las metáforas liberales, para explicar el funcionamiento del ser humano, recurren a una suerte de misticismo, reduciendo la humanidad del ser a una caricatura que no existe en la realidad, incapaz de relacionarse con el entorno como algo más que un conjunto de bienes, comprables, intercambiables o vendibles, útiles en función de su rentabilidad (mercancías).

El rasgo más característico del ser humano sería entonces, su deseo ilimitado de poseer cosas, pero los deseos ilimitados del ser humano (Yo) están limitados por los deseos ilimitados del ser humano (Otros), de ahí la escasez de recursos del mundo y el nacimiento de la elección entendida como un coste de oportunidad.

Dice Marçal: “La maquinaria del mercado era supuestamente capaz de poner en marcha la paz mundial y la felicidad de todos los pueblos a partir de algo tan simple como nuestras vulgares y bajas pasiones. No es de extrañar que este presupuesto nos sedujera. La explotación ya no era nada personal. La mujer que se rompe la espalda por seis dólares no lo hace porque alguien sea malvado o la haya condenado a ese castigo. Nadie es culpable, nadie es responsable. Es la economía, estúpido. Y la economía es inevitable. Vive en tu naturaleza. De hecho, es tu esencia más profunda.”

La fábula económica liberal sólo puede funcionar con un individuo desprovisto de cuerpo, abstracto y supuestamente asexuado (¡). Sin embargo, al tiempo que el homo economicus posee todas las cualidades que nuestra cultura atribuye tradicionalmente a la masculinidad: “es racional, distante, objetivo, competitivo, solitario, independiente, egoísta, se guía por el sentido común y está dispuesto a conquistar el mundo”; carece de todo aquello que tradicionalmente se asocia con la feminidad: “sentimiento, cuerpo, dependencia, comunidad, abnegación, ternura, naturaleza, imprevisibilidad, pasividad, conexión.”

Para Katrine Marçal, el homo economicus posee la característica fundamental de no ser mujer, puede representar la razón y la libertad porque su contraparte representa lo contrario. Si puede decirse que el mundo se rige por el interés propio, ello es debido a que hay otro mundo que se rige por alguna otra lógica. Dice Marçal: “Alguien tiene que ser el sentimiento, para que él pueda ser la razón. Alguien tiene que ser el cuerpo, para que él pueda ser el espíritu. Alguien tiene que ser dependiente, para que él pueda ser independiente. Alguien tiene que ser afectuoso, para que él pueda conquistar el mundo. Alguien tiene que ser abnegado, para que él pueda ser egoísta. Alguien tiene que cocinar ese filete para que Adam Smith pueda decir que quien cocina el filete no importa.”

Cuando los economistas liberales convierten el cuerpo en un “capital humano”, las consecuencias políticas del cuerpo desaparecen. De ahí que Marçal sostiene que si se tomara en serio al cuerpo - y sus necesidades - como punto de partida de la economía, tendríamos una sociedad muy distinta de la que conocemos.

Pongamos de relieve la importancia del cuerpo. En “Mi Pushkin”, Marina Tsvietáieva describe su encuentro con el poeta a través de un cuadro que representa su duelo a muerte con Dantés. Lo primero que supe de Pushkin fue que lo han matado con un tiro en el estómago, dice Tsvietáieva, luego supe que Pushkin era un poeta, así, a los tres años supe que un poeta tiene un estómago que a menudo pasa hambre y a través del cuál a Pushkin lo mataron, “entonces me preocupé un poco menos de su alma.”

Sólo anteponiendo una ley natural inevitable que, convenientemente se corresponde con el interés particular de un tirano, puede perpetuarse el mito del individuo como un sujeto racional omnisciente. Sólo así se confía en que el mercado siempre tiene la última palabra y hace lo que corresponde, echa a quienes se lo merecen y se arrodilla ante los que vale la pena arrodillarse. Tampoco quiere saber nada de la diferencia, lo reduce todo a sí mismo, todas las relaciones humanas son reducidas al espectro de la competencia, todo debe responder a su lógica para que todo pueda ser controlable y predecible. El homo economicus antepone la teoría a la realidad y pone todo su empeño en forzar la realidad hasta que encaje en la teoría, no al revés. Simplificar el mundo para que den los números, es un síntoma de los aspectos de la realidad que se pretende exterminar. Dice Marçal: “El cuerpo, las emociones, la dependencia, la inseguridad y la vulnerabilidad. Las partes de la realidad humana que durante miles de años la sociedad nos ha dicho que pertenecían a la mujer. Él nos dice que no existen. Porque no sabe cómo lidiar con ellas.”

Al construir un personaje ficticio, para definir y calibrar y respecto del cual teorizar, la teoría económica liberal niega todo aquello que nos pone en contacto con nuestra humanidad. De esta manera es muy difícil aproximarse a las cosas que realmente importan. Dice Marçal: “Lo lógico es pensar que los economistas deberían entregarse devotamente a encontrar soluciones para los complejos problemas que la especie humana afronta. Sin embargo, en vez de ello, contemplan ciegamente sus propias suposiciones sobre esa naturaleza masculina que ningún hombre posee.”

De acuerdo con Marçal, desde Adam Smith, toda la teoría económica liberal se levanta sobre una ceguera de género, que cuenta un relato absolutamente falso sobre la realidad de todos los días. Smith no contempló toda la esfera de los cuidados a la hora de construir su teoría económica. Invisibilizada esta esfera, no se valora ni es remunerada como corresponde, aún cuando es lo que hace posible que el mundo funcione.

En la entrevista citada más arriba, el primer presidente libertario de la historia que reniega de la jubilación de su mamá, dice: “Primero hay una cuestión de elecciones personales y las elecciones personales no se las podés estar cargando al resto de la gente”.

La ceguera de género de los economistas liberales los lleva a presentar como una elección voluntaria la asunción de las mujeres al rol de cuidadoras, por lo que, siguiendo su lógica, deben aceptar las consecuencias.

Dice Marçal: “Las mujeres reducen su jornada laboral para hacerse cargo de su descendencia y, en consecuencia, ven también reducidas su pensión y sus ganancias futuras, su seguridad económica, en definitiva. Los sistemas impositivos, de pensiones y de prestaciones sociales no han sido diseñados para compensar a esas mujeres por dicho trabajo o aun para tenerlo en cuenta.”

Para finalizar, resumiendo en pocas palabras las ideas fundamentales del libro, la tesis central de Marçal es que las mujeres han trabajado siempre y siempre han sido invisibilizadas, lo que ocurre es que a mediados del siglo XX han cambiado de ocupación, pasando de la esfera doméstica (mercado laboral privado) a la esfera pública del mercado. Este pasaje, de la invisibilidad a la visibilidad de la historia, esta aparición pública de las mujeres es una aparición políticamente conflictiva, pone de manifiesto la inutilidad del Derecho liberal para responder ante la experiencia de la especificidad del sexo.

De acuerdo con Marçal, para conseguir una vida sostenible es preciso acabar con el homo economicus, esa caricatura del liberalismo que no se condice con la historia (porque no tiene historia ni pasado), que nace como si fuera un hongo, sin necesidad de nadie, sin cuidar de nadie ni ser cuidado. Entonces hay que recordarles que el ser humano nace del cuerpo de una mujer y necesita cuidados y atención durante los primeros años de su vida y después, a lo largo de toda su existencia, tiene necesidades básicas que no puede suplir siempre por sí mismo, por lo que debe cuidar y ser cuidado desde que nace hasta que muere.

En la medida en que el liberalismo construye una definición de igualdad sobre un estado de dominación previa, ocultando una desigualdad anterior, saber quién le hacía la cena a Adam Smith es un conocimiento imprescindible para hablar de política. Para el feminismo, la igualdad equivale a la aspiración de erradicar, no la diferencia de género, sino la jerarquía de género; no pretende solamente que las mujeres sean valoradas por quienes son, busca sobre todo tener acceso al proceso mismo de la definición del valor. Es en esta medida en que la demanda de Derecho del feminismo implica necesariamente una demanda de cambio radical, no sólo cambiar unos valores por otros, modificar de suyo el modo en que se distribuye socialmente el poder de definición de los valores.

Cierra Marçal: “Podríamos pasar de intentar ser dueños del mundo a intentar sentirnos a gusto dentro de él; como en casa […] Necesitamos poseer algo para sentir que nos pertenece, poner las manos encima de algo muerto e inerte y decir: ‘Esto es mío’. Cuando uno se siente a gusto con algo, como en casa, no necesita decir que es suyo. Es entonces cuando uno se quita los zapatos y se prepara para quedarse un buen rato allí.”

 

 

 

 

 

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