Sobre Ítalo Calvino y los Usos políticos acertados y equivocados de la literatura.

Sobre Ítalo Calvino y los Usos políticos acertados y equivocados de la literatura.

 


 

En ocasión de un coloquio sobre política europea convocado por el European Studes Program del Amherst College, el 25 de febrero de 1976, Ítalo Calvino leyó una conferencia titulada: “Los usos políticos acertados y equivocados de la literatura”.

Voy a hablar de esta conferencia porque, a pesar de las distancias, sus reflexiones siguen siendo asombrosamente vigentes, al  punto de incurrir en la sensación de que el paso del tiempo se ha ralentizado para algunas discusiones, que no se agotan ni se alcanzan a sí mismas; quizá sea el efecto del vértigo en todo lo demás, que está haciendo un tiempo récord (Si tan sólo tuviera a dónde ir!), dejando atrás todo nuestro abandono, al punto de encontrarnos todavía y siempre, con las mismas viejas preguntas.

Calvino comienza diciendo que durante toda su juventud (a partir de 1945, durante todos los años cincuenta y algunos más) el problema de la relación entre el escritor y la política era central, todas las discusiones giraban en torno a ése punto. Sin embargo, ahora tiene dos sensaciones separadas y las dos son sensaciones de vacío: el vacío de un proyecto político en que creer y el vacío de un proyecto literario en que creer.

Con todo, el nudo de las relaciones entre política y literatura no está deshecho, para Calvino la principal derrota de los años sesenta es la impresión de que la idea del hombre como sujeto de la historia se ha acabado, y que el antagonista que ha destronado al hombre se sigue llamando hombre, pero es un hombre muy distinto del anterior, se trata de un ‘individuo’, criado y malcriado en el centro de los ‘grandes números’ en crecimiento exponencial por todo el planeta, en la explosión de las metrópolis, de la ingobernabilidad de la sociedad y de la economía.

Los años que siguieron al 68’ se caracterizaron por un rechazo a la literatura, dice Calvino, no era la literatura de la negación lo que se proponía, sino la negación de la literatura. A la literatura se la acusaba sobre todo de ser una pérdida de tiempo que se contraponía a lo único importante: la acción.

Cuando los políticos y los politizados se interesan demasiado por la literatura, dice Calvino, es mala señal –mala señal sobre todo para la literatura–, porque es entonces cuando la literatura está en mayor peligro. Pero es mala señal también cuando no quieren saber de ella –y esto les sucede tanto a los hombres políticos burgueses más tradicionalmente obtusos como a los revolucionarios más ideologizantes–, mala señal sobre todo para ellos, porque demuestran tenerle miedo a todo uso del lenguaje que ponga en cuestión la certeza de su lenguaje.

Sea como fuere, el problema político de la literatura implica además otra cuestión: “la literatura no puede dejar lugares vacíos sin que sean ocupados”. En otras palabras, en tanto que estadio de la cultura, la literatura tiene un horizonte político inextinguible, un campo de disputa permanente, que implica el lugar de la literatura en la sociedad, su función política es inherente a su función social y, debe calibrar una y otra vez los vínculos entre estética y política. En la exacta medida en que Emma Goldman decía: “cada sociedad tiene los criminales que se merece”; podríamos decir que “cada sociedad tiene los artistas que se merece”. En este sentido, la indiferencia del artista, respecto del lugar que ocupa en la sociedad, es una posición en sí misma, implica la decisión de que la elección respecto a su lugar la tome alguien más.

En los últimos años, las políticas más simplistas han fracasado y se ha extendido la confusión o la conciencia de la complejidad de la sociedad en la que vivimos.

¿Qué lugar ocupa la literatura en tal situación? Se pregunta Calvino y responde: La situación no es menos confusa en este campo que en el político.

Existe una especie de presión o compulsión de los mass-media, dice Calvino, que empuja al escritor a escribir en los periódicos, a participar en mesas redondas en televisión, a dar su opinión sobre todo lo que pueda saber o no saber, no importa.

Al escritor se le ofrece la posibilidad de ocupar el espacio vacante de un juego político que lo acoge como a una mascota extraña. Pero es demasiado fácil hacer afirmaciones generales sin ninguna responsabilidad práctica, cuando debería ser la tarea más difícil con la que un escritor tuviera que enfrentarse.

Cuanto más abstracto y cansino se vuelve el lenguaje político, más se percibe la demanda no expresada de un lenguaje distinto, más personal y directo, incluso más provocador.

De acuerdo con Calvino, lo único que se pide al escritor, en el fondo, es que garantice la supervivencia de lo que se llama humano en un mundo donde todo lo que se produce es inhumano: garantizar la supervivencia de un discurso humano para consolarnos de la pérdida de humanidad de todos los demás discursos y relaciones. Tiendo a estar de acuerdo con él, sin embargo, la pregunta es: ¿Qué es lo humano? Para Calvino: todo lo que tiene de temperamental, emocional, ingenuo, no riguroso. Para Arendt: su cualidad indómita, su espontaneidad. Para Camus: su posibilidad de decir que No. Para Sartre: su libertad indeclinable y su responsabilidad.

La sociedad de hoy, sostiene Calvino, exige que el escritor levante su voz si quiere ser escuchado, que proponga ideas efectistas en el público, que extreme todas sus reacciones instintivas; pero incluso las afirmaciones más sensacionales y explosivas a los lectores les entran por un oído y les salen por el otro: todo es como si nada; “todos saben que las palabras no son más que palabras y no producen ninguna fricción con el mundo circundante”, no hay más riesgo en las palabras, se las ha domesticado, no implican ningún peligro y se pierden.

De acuerdo con Calvino, existen dos modos erróneos de considerar la posible utilidad política de la literatura:

● El primero es pretender que la literatura deba ilustrar una verdad ya poseída por la política, o sea, creer que el conjunto de valores de la política sea algo que está antes y a lo que la literatura debe sencillamente adaptarse. Esta opinión supone una idea de literatura como algo ornamental y superfluo, pero supone también una idea de política como de algo fijo y seguro, idea que puede resultar desastrosa.

● El segundo consiste en ver la literatura como un surtido de sentimientos humanos eternos, como la verdad de un lenguaje humano que la política tiende a olvidar y que hay que recordar de vez en cuando. Esta concepción le deja aparentemente más espacio a la literatura, pero en la práctica le deja una tarea de confirmación de lo que ya es sabido, o también de ingenua provocación elemental, con el placer juvenil de la espontaneidad y del frescor. Tras esta concepción está la idea de un conjunto de valores establecidos que la literatura tiene el deber de conservar; está la idea clásica e inmóvil de una literatura depositaria de una determinada verdad. Si acepta ese papel, la literatura se limita a sí misma a una función de consolación, conservación, regresión; función más dañina que útil.

También propone modos acertados de considerar la utilidad política de la literatura:

● El primero sostiene que la literatura es necesaria para la política ante todo cuando le presta voz a lo que no tiene voz, cuando le da un nombre a lo que no tiene nombre, y especialmente a lo que el lenguaje político excluye o intenta excluir. Aspectos, situaciones, lenguajes, tanto del mundo exterior como del mundo interior; tendencias reprimidas en los individuos y en la sociedad. Cuando actúa como una oreja que puede escuchar más allá del lenguaje que la política entiende; como un ojo que puede ver más allá de la escala cromática que la política percibe. Cuando se permite explorar zonas no exploradas anteriormente por nadie, ni dentro ni fuera de sí mismo; y hacer descubrimientos que antes o después resultarán campos esenciales para la conciencia colectiva.

● El segundo es su capacidad de imponer modelos de lenguaje, de visión, de imaginación, de trabajo mental, de correlación de hechos, en suma la creación (y por creación se entiende organización y elección) de esa clase de modelos-valores que son al mismo tiempo estéticos y éticos, esenciales en todo proyecto de acción, sobre todo en la vida política. De forma que existe un tipo de educación, no metódica, del que la literatura es capaz y puede producir efecto únicamente cuando es difícil e indirecta e implique la obtención escabrosa de un rigor literario, capaz de hacernos aspirar a la construcción de un orden mental tan sólido y complejo que contenga en sí mismo el desorden del mundo.

● El tercer modo acertado se refiere al modo crítico con que la literatura se ve a sí misma. Los libros están hechos de palabras, de signos, de procedimientos de construcción; lo que los libros comunican permanece a veces oculto al mismo autor, dicen a veces algo distinto de lo que pretendían decir, en cada libro hay una parte que es del autor y otra que es obra anónima y colectiva. Este tipo de conciencia no influye sólo en la literatura: le puede ser útil a la política para descubrirle lo que en ella es sólo construcción verbal, mito, topos literario. La política, como la literatura, debe ante todo conocerse a sí misma y desconfiar de sí misma.

 

Para finalizar, la paradoja del poder de la literatura es que parece que sólo donde es perseguida encuentra su fuerza. Mientras que en nuestra sociedad permisiva parece que se usa sólo para crear algún contraste grato en medio de una inflación verbal general. Siguiendo a Calvino, vivir en condiciones de libertad literaria supone una sociedad que se mueve, donde muchas cosas están cambiando (para mal o para bien), y se pone en cuestión la relación entre el mensaje literario y la sociedad, o, más exactamente, entre el mensaje y la posible creación de una sociedad que lo reciba.

¿Puede la literatura crear a sus lectores? ¿Es posible que el lector de lo que escribo hoy, aún no haya nacido?

Éste tipo de relación política es la que pesa en la literatura. Ésta es su cancha, podríamos decir, su vida misma, el lugar de su independencia, de su entierro y de su destierro, su gobierno. No la relación con la autoridad política, menos hoy que los gobernantes no pueden decir que tengan en sus manos la dirección de la sociedad, ni en las democracias ni en los regímenes autoritarios de derecha o de izquierda.

La literatura es política en la medida en que es uno de los instrumentos de autoconciencia de una sociedad.

Debido al peso desorbitado que han adquirido, la literatura combate, además, contra la instalación de un cierto tipo de lenguaje político y de un cierto tipo de lenguaje económico/mercantil; que pretenden convertirse en el único lenguaje, llevando a su terreno y haciendo responder de acuerdo con su lógica y su juego a los otros modos, irreductibles, del lenguaje y de la vida.

Afirmar el espacio del arte, de la poesía, de la música, de cualquier espectro creativo del ingenio humano, como oposición innegociable a cualquier tipo de arbitrio exterior, sea político o económico, implica no sólo una posición tanto política como económica, sino también una ética y un propósito; más allá de todas las involuciones, de una civilización en la que los parámetros que guían las discusiones políticas y económicas estén al servicio de las necesidades de todas las personas y no al dominio de una clase de ellas; una civilización en la que se hable de trabajo productivo sólo cuando responda a un propósito de vitalidad y realización profunda de los seres humanos, y no a la lógica de acumulación insaciable y continuamente insatisfecha de una parte de ellos.

En otras palabras, la literatura es política en la medida en que participa de la creación de un mundo.


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