Querella de los intelectuales.
Querella de los intelectuales.
"¡Feliz aquel que
todavía tiene esperanza de emerger de este mar de confusión! Lo que se necesita
no se sabe, y lo que se sabe no se puede usar"
Goethe, en
"Fausto", de 1832.
En 1849 Dostoievski escribió en la pared
de su celda la siguiente historia: "El sacerdote y el Diablo: '¡Hola,
obeso padre!', le dijo el diablo al sacerdote. '¿Qué mentiras le contaste a
esas pobres y engañadas personas? ¿Qué torturas del infierno le describiste?
¿No sabes que ya están sufriendo las torturas infernales en sus vidas
terrenales? ¿No sabes que tú y las autoridades estatales son mis representantes
en la tierra? Eres tú quien los hace sufrir las torturas infernales con que los
amenaza. ¿No lo sabía padre? ¡Bien, entonces venga conmigo!'.
El diablo tomó al sacerdote por el cuello,
lo alzó en el aire y lo llevó a una factoría, a una fundición. Vio a los
trabajadores corriendo apresurados de aquí para allá, moviéndose penosamente
bajo el calor abrasador. Muy pronto, el aire espeso y el calor fue demasiado
para el sacerdote. Con lágrimas en sus ojos, suplicó al diablo: '¡Déjame ir!
¡Déjame abandonar este infierno!'.
'Oh, mi querido amigo, debo mostrarte
muchos otros lugares'. El diablo lo tomó de nuevo y lo arrastró hacia una
granja. Allí pudo ver a los jornaleros trillando el grano. El polvo y el calor
eran insoportables. El capataz llevaba un látigo y cruelmente golpeaba a
cualquiera que se cayera al suelo.
Después, lleva al sacerdote hasta unas
chozas donde estos mismos jornaleros viven con sus familias, sucios agujeros,
fríos, llenos de humo, insalubres. El diablo se ríe a carcajadas [...]
Alzando sus manos, el sacerdote rogó:
'¡Sácame de aquí! ¡Sí, sí, éste es el infierno en la Tierra!'.
'Bien, entonces ya ves. Y todavía les
prometes otro infierno. ¡Los atormentas, los torturas mentalmente con la muerte
cuando ellos sólo están vivos físicamente! ¡Vamos! Te mostraré otro infierno,
uno más, el peor'..."
Decidí comenzar con este cuento de
Dostoievski porque, a mí entender, grafica muy bien la práctica y las falencias
de los “intelectuales” en la actualidad: el sacerdocio autocomplaciente, la miopía
del presente, la falta de imaginación, acaso ¿la falta de fe?
La pregunta que abrió la reflexión es: ¿Qué
hacen los escritores frente al avance de la derecha? Enseguida nos encamina a
otros interrogantes, ineludibles, como: ¿Qué hacen y en dónde están los
intelectuales?, hasta la pregunta política por excelencia: ¿Qué hacer?
Partamos por el comienzo: Un intelectual
no se define sólo por el hecho de que trabaja con su intelecto, de lo contrario
podríamos hablar de un experto, o un erudito, o un obsecuente, o incluso Funes,
el memorioso. De acuerdo con Gramsci, todos somos intelectuales en la medida en
que no hay actividad humana de la que se pueda excluir toda intervención
intelectual, no se puede separar el homo faber del homo sapiens. Ahora bien, cada
persona, considerada fuera de su profesión, despliega cierta actividad intelectual,
es decir, es un 'filósofo', un ‘artista’, un hombre de ‘buen gusto’, participa
en una concepción del mundo, tiene una consciente línea de conducta moral, y
por eso contribuye a sostener o a modificar una concepción del mundo, es decir,
a suscitar nuevos modos de pensar. Esa segunda actividad humana, la de
participar de la creación de un mundo, a la que se refiere Gramsci en la
cárcel, es la cualidad “intelectual” que nos interesa. ¿Por qué? Porque es
innecesaria, por ende tiene valor en sí misma y va más allá de sí misma,
involucrándose en su “quehacer” al punto de cuestionarlo permanentemente.
Implica una capacidad superior, de “vacilación” diría Nietzsche, que escape a
la ocupación en la que se desgastan los “hombres activos”, que ruedan como
ruedan las piedras, conforme a la estupidez de la mecánica.
Entonces, es la creatividad la cualidad
intelectual que interesa, su horizonte político; la que lo dispone a pensar
sobre su ‘quehacer’ en el mundo, la que lo identifica con el pensamiento
crítico, con el cuestionamiento del poder; con la provocación de algún tipo de
discordia, de un enfrentamiento o resistencia; en suma, la que lo vincula a una
reflexión más profunda acerca del ordenamiento soberano de las cosas y acerca
de sí mismo.
Tal como decía Sartre, lo que convierte a
Robert Oppenheimer en un intelectual no es que haya fabricado la bomba atómica
sino el hecho de haberse pronunciado contra la carrera armamentista. Un físico
se vuelve un intelectual cuando toma posición en el espacio público respecto de
una cuestión social. El pacifismo de Albert Einstein durante la década de 1920
no se derivaba de sus conocimientos científicos.
En “¿Qué fue de los intelectuales?”
(2014), Enzo Traverso plantea que con la entrada en el siglo XXI ingresamos en
un nuevo paradigma, caracterizado por un modo de vida que algunos califican de «presentista»:
nuestras sociedades contemporáneas vivirían en un presente constante, sin
capacidad de proyección hacia el futuro y en una relación obsesiva con el
pasado, celebrado religiosamente y convertido en mercancía; el pasado sería
exhibido como en una galería o supermercado y nosotros, estaríamos obnubilados
frente a él, como si pusiéramos todo el pasado en un museo y lo visitáramos a
la espera de alguna indicación o respuesta. En definitiva, la principal
dificultad de los intelectuales, en la actualidad, sería la falta de
imaginación; no estarían siendo lo suficientemente creativos como para adivinar
otro mundo posible y tendrían muchas dificultades para definir nuevas utopías.
De acuerdo con Traverso, luego del
derrumbe del ‘socialismo real’, el silencio de los intelectuales es el espejo
de una derrota histórica, la de una utopía que iba mucho más allá de los
regímenes políticos que pretendían encarnarla. En los medios masivos, los
intelectuales fueron reemplazados por, o se convirtieron en, meros operadores
de los servicios de comunicación, ligados al poder de turno, en el seno de un
sistema cultural mercantilista, todopoderoso y autorreferencial. Lejos de la
época de los intelectuales que ponían su prestigio al servicio de una causa
política; huérfanos de utopías, desconectados de los movimientos sociales de
jóvenes que no los reconocen como portavoces, los intelectuales deben volver a
definirse, partiendo de una nueva autocrítica y del reconocimiento de sus
cegueras.
Ahora bien, la pregunta “¿Qué hacer?”
oculta además otra serie de preguntas ineludibles (¿Cómo? ¿Dónde? ¿Cuándo?),
que dificultan aún más su respuesta. Los intelectuales deben partir de una
profunda lectura de ‘su tiempo’. En “la obra de arte en la época de su
reproductibilidad técnica”, Walter Benjamin puso de manifiesto el doble
carácter del arte moderno: por un lado, perdió su aura; por otro, es concebido
para un público masivo. Por su funcionamiento técnico, internet es
indudablemente una herramienta poderosa para la democratización de la cultura.
Puede hacer circular ideas subversivas y movilizar a la sociedad civil. Pero
también puede diseminar mentiras, mitos e ideas nefastas a una escala masiva.
Además, amplifica una tendencia que es preciso combatir, de disgregación: el
individualismo, la atomización de la sociedad y la pérdida de los lazos
sociales. El capital se sirve de las nuevas tecnologías de comunicación para la
formación de un nuevo tipo de sujeto/mercancía, concebido como ahistórico y universal,
aislado y rodeado al mismo tiempo. De manera que no se equivocaba Marcuse, en
“El hombre unidimensional” (1964), al desarmar el mito de la liberación y la
neutralidad de la tecnología, ya que ésta, se desarrolla como un dispositivo de
dominación y alienación de los seres humanos.
En “La verdadera vida” (2017), Alain
Badiou sostiene que vivimos en medio de una crisis histórica de simbolización
debido a la subsunción de todas las relaciones sociales a la órbita del mercado.
Esto da lugar a una juventud errante, expuesta a una especie de adolescencia
infinita; por tanto, a la imposibilidad de abordar las pasiones y regularlas; y
también observamos el proceso inverso, que podríamos llamar la puerilización
del adulto, su infantilización. Bajo el dominio del mercado, la centralidad de
la vida se trata de la posibilidad de comprar. ¿De comprar qué? Juguetes, a fin
de cuentas, juguetes grandes, cosas que nos gustan y que infundirían respeto o
estima en los demás. La diferencia entre los jóvenes y los adultos, según
Badiou, es más cuantitativa que cualitativa. Esta semejanza en la lógica
profunda de la constitución de sí mismos, ocurre debido a que el capital los
interpela a todos por igual, en tanto que individuos y consumidores que buscan
validar su identidad en el mercado; desestimando cualquier otro vínculo de
comunidad que no tenga una referencia narcisista (Yo) como parámetro de verdad,
lo cual dificulta aún más la labor y la lectura de los intelectuales a la hora
de definir: “¿Qué hacer?”
Otra dificultad pasa por el hecho de que
toda contracultura tiende a ser absorbida por el sistema de mercado. El rock
and roll pasó de ser un desafío violento para los Estados autoritarios,
conservadores o puritanos de los 50’, a uno de los sectores más rentables de la
industria cultural. The Clash compuso una canción para incitar a la rebelión
(London Calling) y en 2012 fue el himno oficial de los Juegos Olímpicos de
Londres.
Por otra parte, en el marco de una cada
vez más pronunciada especialización de los saberes, el sistema produce sus
propios “intelectuales”, a los que les extraen, metódicamente, la cualidad
creativa/crítica que los definía, convirtiéndolos en “expertos” o
“especialistas”, personal resolutivo adaptado a una cadena de montaje que
desconoce, enviado a resolver problemas planteados y definidos previamente por
alguien más. Éste tipo de ocupación intelectual, éste tipo de pensamiento,
promovido por las universidades y el ‘sentido común’, suele incurrir en una
práctica de la expertise que excluye la crítica. El “experto” está entonces al
servicio de quienes toman decisiones, su pensamiento es la perfecta antítesis
del pensamiento crítico, jamás será siquiera rozado por la idea de cuestionar
el orden de las cosas o de develar su naturaleza, su papel consiste simplemente
en explicar cómo salvaguardarlo.
En tiempos de confusión como los actuales
no necesitamos únicamente expertos, también necesitamos gente con un
pensamiento más radical para llegar a la verdadera causa de los problemas.
La dificultad de los intelectuales
consiste en imaginar otro mundo posible derribando mitos, tal y como lo propone
Paulo Freire en “La pedagogía del oprimido” (1968): derribar el mito de que el
orden opresor es un orden de libertad, el mito de que todos son libres para
trabajar donde quieran, el mito de que se respetan los derechos de las personas
y todos son empresarios de sí mismos, el mito del derecho de todos a la
educación, el mito de la igualdad de clases y de la independencia de la
justicia, el mito de la democracia participativa y de una sociedad inclusiva y
multicultural; el mito del heroísmo y del mérito de las clases opresoras, de su
caridad y generosidad; el mito de que la rebelión del pueblo es un pecado
contra Dios, el mito de la propiedad privada como fundamento del desarrollo de los
seres humanos, el mito de la dinamicidad de los opresores y el de la pereza y
falta de honradez de los oprimidos, el mito de la inferioridad ‘ontológica’ de
éstos y el de la superioridad de aquellos.
Sin embargo y a pesar de lo desalentador
que pueda resultar el panorama, lo cierto es que el mundo no puede vivir sin
utopías y van a reinventarse. El desafío es romper con el individualismo y con
los lazos meramente mercantiles, lograr que el sujeto no sólo se enfrente a su
propia crueldad, sino ante la crueldad deshumanizante de la cultura dominante.
Para ello configurar una ética insobornable que contemple la diferencia y la
convivencia con lo diferente/inasible; entonces necesitamos vínculos de
hospitalidad innegociables, vivir en un estado de fuga permanente respecto de
la identidad de nuestro mundo, aceptar al otro tal como ha surgido, que nos interrumpe
con su presencia y molesta y es preciso que moleste, dado que, sin la
inconveniencia de la presencia de su molestia, no habría ética.
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